Por Matías Ovelha
En Madrid también podías escuchar el silencio. Ocurría en un piso de la calle Fernández de los Ríos, cerca de una librería de segunda mano donde me gustaba encontrarme de vez en cuando (puesto que era demasiado pequeña para perderse) Allí, después de tropezar varias veces con algunos clientes o con el propio librero, me llevaba un día Rayuela, otro El Retrato de Dorian Gray, La Montaña Mágica etc.
Luego, cuando ya eran casi las siete, caminabas hacia el portal donde un portero con lentes muy gruesas, muy español, te saludaba ya, con voz tranquila, con voz tranquila. Subías, tocabas un ruidoso timbre y a veces pasabas a una sala donde con suerte, podías sentarte en una especie de mecedora o bien te tocaba una silla pequeña desde donde te hacías con un Pronto un Hola o leías los papelitos que anunciaban un taller de psicoterapia o psico algo.
Al cabo de un ratito, “Pasa”, te decía su voz de paz, acariciada de blanco. Entonces ibas por los pasillos de madera, girabas a la izquierda y entrabas en un cuarto donde el reloj siempre marcaba el mismo reposo. Quizás era los cojines, invitándote a recostarte sobre ellos, a olvidarte de los cláxones, de los coches, de las prisas. O puede que fuese una flor. Una flor blanca, tranquila, solitaria, apostada al lado de la ventana. Tal vez fuese la propia ventana desde donde podía ver la librería como si estuvieses dibujando un cuadro. La mesa de madera también te decía, “quédate”, el piso de moqueta silencioso. Era todo eso, supongo.
Pero sobre todo, sobre todo era la mujer que se sentaba en frente. Carmen ya te estaba mirando con una media sonrisa, soplándote tranquilidad, introduciéndote en un halo lento, donde el tiempo era simplemente tiempo.
En realidad, Carmen hablaba poco. O yo hablaba mucho. No sé. Pero quizás lo más importante era escuchar. Dejar que el “paciente” sacase “sus cosas” a la vera de una mirada llamada sosiego, de apellido comprensión. Y así, lo que era un jeroglífico asfixiante se fue convirtiendo poco a poco en un jardín transparente, verde, claro, luz. Así, lo que era un 8 alcohólico, laberíntico, se convirtió en un 1, sencillo, fácil. Luz.
Saqué “mis cosas”, todas, y poco a poco fui haciendo lo que muchas veces quería hacer y nunca antes había hecho. Eso, es importante recordarlo, me ha podido salvar parte de mi vida: decir eso que querías decir, hacer eso que querías hacer, deseo convertido en realidad: satisfacer a tu yo. Eso, es importante recordarlo, posiblemente, salvó parte de mi vida.
Pasaba el tiempo y yo seguía yendo a la calle Fernández de los Ríos. A veces me daba tiempo de entrar en la librería donde buscaba en vano un libro de Orwell, otras llegaba corriendo, apurado, y el portero, el pasillo, el cuarto, la flor, la ventana…
Como los buenos momentos, también hubo momentos de. Ligera molestia. Ocurría cuando Carmen miraba a veces, el reloj de manera constante. Para mí, eso suponía abrir la ventana a las bocinas, al tráfico, aunque sólo fuese durante unos segundos: me ponía un poco nervioso eso. Se lo dije. Porque ella me había enseñado a decir las cosas.
“¿Cuánto me queda?”, solía preguntar yo. “Tranquilo, todavía te quedan más de veinte minutos”. Yo quería soltarlo todo, codear por los hablos, y ponerle el puntito a la i. Eso es, ella me ayudó a ponerle el puntito a la i.
Sé que Carmen me está escuchando, leyendo o lo que sea y sabe que “lo del reloj”, tal vez era la necesaria imperfección de toda buena historia. Algo pacíficamente obligado a lo que me acostumbré y con lo que acabé disfrutando. El puntito sobre la i.
Nos vimos muchas veces, años. Ella lo sabía todo. Yo seguía yendo para allá, todos los miércoles o jueves, creo que jueves. A veces incluso me gustaba cuando me hacía pasar a su cuarto y ella tardaba un poco en entrar: entonces te quedabas en esa habitación, envuelto en una lentitud, en una calma que podía llevarte a deshacerte de los zapatos y bostezar, bostezar en Madrid. Muchas veces, cuando ella entraba yo ya estaba drogado de silencio, borracho de blanco, entonces claro, todo resultaba más fácil. Todo seguía.
Seguí yendo, yendo, hasta que la imperfección, tan necesaria en toda buena historia, hizo que abandonase Madrid, rumbo a Bruselas. Pasaron los años, tal vez dos, y un día, harto de estar harto me volví a presentar en Fernández de los Ríos. Fue la última vez (por esta vez) que nos vimos. Yo le volví a contar todos mis insoportables proyectos, mi insoportable exactitud germánica, mientras en frente, ella, miraba con unos ojos grandes que sólo me atrevía a cruzar cada 50 segundos más o menos. O más. Su cabeza la apoyaba muchas veces sobre el dedo índice de su mano izquierda y escuchaba. Y alrededor la ventana, la librería, la flor, los cojines, la moqueta.
Ella se bebió una Coca-cola ese día. Yo volví a drogarme de silencio. Pasaron 2 horas y nos despedimos hablando de la necesaria confianza en la vida. Así, cada día, desde hace un tiempo, me acuerdo de esa frase, “confía en la vida”. Eso hago, querida Carmen, confiar. Descansa alegre. Un beso y muchas gracias.
miércoles, junio 10, 2009
"La mujer que se sentaba enfrente" (A Mamen Otegui)
Hemos recibido este evocador escrito en nuestro correo de alguien que tuvo la suerte de compartir su camino con Mamen
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